En el debate del siglo XIX sobre las edades del Sol y de la Tierra, Lord Kelvin no logró mantener su indiscutible autoridad científica
El siglo XIX puede ser considerado el período en el que se formularon las leyes básicas de las Ciencias Naturales y se cuantificaron muchos procesos de la naturaleza. Uno de los temas que suscitó más debate fue el de la edad de la Tierra y, por lo tanto, de nuestro sol. Ambos cuerpos deberían tener una edad similar ya que se habrían formado en un mismo proceso.
Durante muchos siglos, la Biblia fue la única herramienta para el estudio de la naturaleza. Por consiguiente, no resulta extraño que se mantuviese inmutable la datación del clérigo irlandés James Ussher, que fijaba el origen de la Tierra en el 4004 a.C.
Sin embargo, a principios del siglo XIX, varias voces habían señalado la imperiosa necesidad de una Tierra mucho más antigua. Geólogos como James Hutton y Charles Lyell estimaban que se necesitaban cientos de millones de años para que se formaran los sedimentos. Aplicaban el principio de uniformidad, según el cual, los procesos que vemos en la actualidad han sido también protagonistas anteriormente, expresado en la máxima El presente es la clave para entender el pasado. La teoría de la evolución de Charles Darwin precisaba igualmente un período mucho más prolongado, unos 300 millones de años, para que las diferentes especies pudiesen evolucionar.
Un auténtico filósofo de la naturaleza que se preocupó también por la edad de la Tierra fue el físico William Thompson, nacido en Belfast en 1824, si bien su formación y trabajo estuvieron ligados a la Universidad de Glasgow. Formuló el segundo principio de la Termodinámica y estableció la escala absoluta de temperatura. Reconocido por sus compatriotas, la reina Victoria lo ennobleció con el título de Lord Kelvin. Para estimar la edad de la Tierra, Kelvin se preguntó por las fuentes de energía disponibles y cómo estas se habían ido disipando con el tiempo. Supuso que, en su estado original, la Tierra era una esfera de hierro fundida calentada durante su fase de formación y que se había ido enfriando desde entonces. Para calcular el tiempo transcurrido, aplicó la ley de conducción de calor desarrollada años antes por Joseph Fourier, suponiendo una temperatura inicial de unos 2.000 grados. Extrapolando los resultados a una esfera del tamaño de la Tierra, estimó la edad de nuestro planeta en unos 40 millones de años.
Aparte de otros factores en la discusión entre geo-biólogos y físicos, algo inclinaba la balanza hacia Lord Kelvin. La Física tenía mucho más prestigio que la Geología y la Biología. Como señalaba Peter Tait, gran amigo de Lord Kelvin: Dejemos de oír tonterías sobre la interferencia de los matemáticos en asuntos sobre los que no tienen incumbencia. Al contrario, felicitémoslos por que hayan condescendido desde su preeminencia orgullosa a ayudar a desatascar el vagón demasiado pesado de unos hermanos científicos. Afirmación que, sin duda, corroboraría en nuestro días Sheldon Cooper, personaje de la serie de televisión “The Big Bang Theory”.
Sin embargo, faltaba el invitado sorpresa para resolver la discusión: la radioactividad. Descubierta por el francés Henri Becquerel en 1896 y explicada por el neozelandés Ernest Rutherford en 1902, iba a significar una fuente de energía a la escala del núcleo de los átomos. En nuestro debate resultaba un ingrediente inesperado.
El 20 de mayo de 1904, el joven Rutherford pronunció una conferencia en la Royal Institution de Gran Bretaña, ante 800 personas, sobre la estructura de los átomos, y contaba así sus impresiones sobre el ambiente que allí reinaba: Entré en la sala, que se encontraba en penumbra, y observé entre la audiencia a Lord Kelvin, por lo que me di cuenta de que iba a tener problemas en la última parte de mi disertación en la que presentaba información sobre la edad de la Tierra, y donde mis puntos de vista estaban en conflicto con las posiciones sostenidas por Kelvin. Para mi alivio, rápidamente Kelvin se quedó dormido, pero cuando comencé a tratar el punto importante, me di cuenta de que Kelvin se enderezó en su asiento, abrió un ojo y me envió una mirada furibunda! De repente tuve un rapto de inspiración y dije, ‘Lord Kelvin ha fijado la edad de la Tierra, basado en la información existente hasta la fecha. Y justamente esta noche nos referimos a cambios en los datos que sustentan esa predicción, el radio! y he aquí: El viejo me sonrió ampliamente.
Hoy en día sabemos que la inclusión de la radioactividad como nuevo aporte de calor terrestre no cambia de forma importante los cálculos de Kelvin. Unos años antes, 1895, John Perry ya había advertido que la Tierra distaba mucho de ser una bola rígida. La viscosidad del manto terrestre retrasaría la disipación del calor terrestre y, con ello, aumentaría la edad del planeta. En cambio, la radioactividad resultaría fundamental para explicar cómo el Sol había estado brillando durante un tiempo que se empezaba a estimar en miles de millones de años. La famosa ecuación propuesta por Albert Einstein en 1905, E = mc2, sería el primer paso. Y, en 1928, Arthur Eddington postularía que el Sol produce su energía mediante la transformación de hidrógeno en helio, proceso en el que una parte de la masa se convierte en energía.
Sin embargo, el problema estaba lejos de resolverse. La idea de Rutherford era el inicio, pero hubo que esperar a que Arthur Holmes desarrollase la técnica del fechado radiométrico en 1913 y a que Claire Patterson la aplicase a meteoritos en 1956, con un resultado de 4.555 millones de años. Cientos de debates habían sido necesarios para que, sólo en un siglo, la edad de la Tierra se elevara de unos simples miles a miles de millones de años.
En cuanto al Sol, faltaba un marcador directo de su edad y las estimaciones teóricas diferían de la de los meteoritos. Recientemente, la medida precisa de la abundancia del helio en el interior del Sol mediante la Heliosismología ha permitido compaginar ambos campos. Los físicos habían concluido el debate, pero finalmente no se tenían ni vencedores ni vencidos.
Resulta evidente que nadie puede ser un genio siempre a lo largo de su vida. Lord Kelvin fue un gran científico dotado de una incuestionable autoridad. Sin embargo, aún siendo fiel a unos principios correctos, le faltó ductilidad y, quizá, humildad, para oír otras opiniones. La rivalidad entre científicos es un tema muy actual. En Ciencia no hay compartimentos estancos y una visión global y multidisciplinar siempre es necesaria para afrontar problemas fundamentales.
Este artículo ha sido publicado en la versión digital del periódico El País/Materia con fecha 10 de septiembre de 2015: http://elpais.com/elpais/2015/09/10/ciencia/1441894871_600392.html