El lunes 21 de diciembre, sobre las seis y media, Júpiter y Saturno se acercaron tanto que parecieron fundirse en un mismo astro. La última vez que esto ocurrió, las mujeres vestían con corpiño y los hombres se acicalaban con pelucas blancas. Fue hace 400 años... Pero entonces fue de día. En la anterior, hace ya 800 años, las poblaciones medievales sí pudieron contemplar la Gran Conjunción de los dos gigantes del Sistema Solar.
A simple vista se distinguía la unión de los dos puntos de luz en el firmamento. Uno muy brillante -Júpiter- y, junto a él, otro algo más tenue, que correspondía a lo que, en la Tierra, ya por aquel entonces, se conocía como Saturno. El lunes 21 de diciembre volvió a darse esta aparente unión, coincidiendo con el segundo solsticio del año.
La emoción era inevitable para quienes sabían de la excepcionalidad del evento. Especialmente, para aquellos que tenían la suerte de observarlo a través de un telescopio, bajo un cielo limpio, en un lugar privilegiado. Era nuestro caso.
Un ascenso gris
La niebla que cubría las carreteras del Teide daba al paisaje un aspecto sombrío, tenebroso... Propio de una película de terror. Aunque, en este caso, nuestro miedo no era otro que el de perdernos el gran espectáculo que prometía la noche.
Niebla en la carretera, de camino al Observatorio del Teide. Crédito: Irene Mollá (IAC).
Los más experimentados bromeaban con aquella posibilidad. En realidad, estaban tranquilos: sabían que solo era cuestión de altura. Y así fue: casi 2.000 metros de altitud bastaron para atravesar el mar de nubes y colocarnos sobre él. Encima de nosotros, solo había cielo azul, lo que suponía un respiro… Y también un espectáculo visual espléndido: el primero de la tarde.
Mar de nubes, sobre el Parque Nacional de las Cañadas del Teide. Crédito: Irene Mollá (IAC).
Continuamos ascendiendo. A medida que subíamos, las temperaturas bajaban de grado en grado, algo que veía en la pantalla del coche, con el mismo recelo con el que se mira cómo sube poco a poco el contador del taxi. En este caso, en sentido descendente.
Al bajar del vehículo, el frío golpeó mis mejillas con más fuerza de lo esperado. Ese frío, junto con un ligero mareo, nos indicaba que habíamos llegado al Observatorio del Teide. El paisaje lo corroboraba: una gran extensión de terreno pedregoso en el que se alzaba un conjunto de torres y cúpulas blancas, que parecían brotar de la propia tierra.
“Mira, esa torre es GREGOR, un telescopio alemán para Física Solar; aquel es Themis, también solar; y ese es Artemis, que se utiliza para detectar exoplanetas transitando estrellas cercanas”, explicaba Sandra Benítez, astrofísica divulgadora de la Unidad de Comunicación y Cultura Científica (UC3) del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) y, aquella noche, compañera de excursión. “Este es el MONS, un telescopio belga bastante antiguo que desde hace unos años se destina a prácticas de estudiantes. Aquellos son…”.
Mientras atendía las explicaciones de Sandra, no podía evitar fijarme en el paisaje, donde el contraste entre naturaleza e innovación conformaba un escenario digno de película de ciencia ficción. Y pensé: “No me extraña que George Clooney eligiera Canarias para rodar su última peli”, Cielo de medianoche, que se acaba de estrenar, por cierto, en Netflix, aunque fue rodada en el Observatorio del Roque de los Muchachos, en Garafía, en la isla de La Palma.
Aunque algunos aseguran que el Observatorio palmero es, incluso, más espectacular, la figura del Teide tras los telescopios configuraba una imagen única. Aún más, por la baja posición del Sol, que nos recordaba estar también ante el solsticio de invierno en el hemisferio norte: la noche más larga del año.
Tras un paseo al sol, nos acercamos hacia el Laboratorio Solar, la Pirámide Van der Raay, donde un grupo de astrofísicos se preparaban para captar la magia del momento. Alfred Rosenberg, astrofísico divulgador de la UC3, ya lo tenía todo a punto: su silla, su mesita y, sobre ella, el equipo técnico. Todo ello, bajo una carpa térmica para disfrutar del evento sin helarse. Era evidente que era todo un experto.
Y de su ordenador brotaba un conjunto de cables conectados a su telescopio, de 26 centímetros de apertura.
Carpa térmica y telescopio enfocado hacia Júpiter y Saturno. Crédito: Irene Mollá (IAC).
Estaba justo delante de la carpa, enfocando hacia un espacio en el cielo aparentemente vacío donde, poco después, comenzaría la acción. Daniel López, astrofotógrafo que trabaja para el IAC, ya ululaba por el Observatorio, cámara en mano, en busca del encuadre perfecto.
Bajo el cielo oscuro
Caía la noche, así que nos situamos en torno a la Pirámide para empezar a montar nuestro telescopio, también del IAC. Allí dentro, Sandra comenzó a preparar el material, con la ayuda del personal allí presente. Al salir, todo había cambiado: el Sol ya estaba escondido tras el pico del Teide y, en lugar de un cielo azul sobre el mar de nubes, lo que veíamos ahora era una espectacular paleta de colores, desde el rosa hasta el naranja, pasando por lilas, azules... Coloreaban todo el cielo. Y el frío era bastante más intenso.
Sandra Benítez, preparando el telescopio para observar la conjunción. Crédito: Irene Mollá (IAC).
Quisimos captar imágenes del paisaje con nuestros propios móviles, intentando -sin conseguirlo- ignorar el frío en las manos. Entre tanto, Aarón García, periodista de la UC3, y yo ayudamos a Sandra en lo que pudimos para montar el telescopio. Y decidimos desplazarnos a otro punto de la Pirámide para estar resguardados del viento. Ya estaba todo a punto.
Atardecer colorido en el Observatorio del Teide. Crédito: Irene Mollá (IAC).
A medida que caía la noche, aparecían más y más estrellas sobre nuestras cabezas. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos colocando el ojo sobre la mira del telescopio. Y ahí estaban.
Por un lado, Júpiter, con todas sus bandas de color perfectamente distinguibles, sus tonos blancos, grises y rojizos, y varias de sus 53 lunas merodeando alrededor: Ío, Ganímedes, Europa e incluso Calisto. En el mismo encuadre, sin necesidad de mover el telescopio lo más mínimo, allí estaba Saturno, mostrándose como una pequeña bolita flotante, con sus característicos anillos alrededor. Y también varios de sus satélites: Titán, Dione, Tetis, Rea, Encélado...
Ambos planetas parecían muy cercanos, aunque los separaban unos 730 millones de kilómetros. Cambiaba los ojos del cielo al telescopio una y otra vez para convencerme a mí misma de que aquellos minúsculos puntos de luz, visibles a simple vista, eran lo mismo que los objetos celestes que veíamos a través del ocular. De que estaban ahí, en tiempo real.
A unos metros, Alfred, desde su carpa, observaba el evento con su propio equipo. No solo para disfrutarlo, sino también para transmitir el acontecimiento al resto del mundo. Además de los planetas, también la Luna se podía observar con claridad desde su monitor.
El astrofísico divulgador se desplazaba sobre la superficie del satélite con la misma facilidad con la que uno puede buscar su casa en Google Maps. Aunque, en este caso, no eran nombres de calles y comercios locales lo que veíamos, sino cráteres y más cráteres.
Composición de la conjunción de Júpiter y Saturno con la Luna. Crédito: Daniel López y Alfred Rosenberg (IAC).
Captar el momento
Tras un rato de observación, nos atrevimos a quitarnos los guantes para tomar algunas fotos del evento con nuestro móvil, posándolo sobre el ocular del telescopio. Pero no era fácil. Captar algo más que una imagen en negro parecía una misión imposible, hasta que Sandra lo logró. Después de ella, algunos más. Sabíamos, no obstante, que el material gráfico de calidad era el que estaban obteniendo Alfred y Daniel; un equipo insuperable en el arte de fotografiar el cielo… Y lo que en él acontece.
Llegó el momento de desmontar el telescopio, no sin antes hacer un pequeño recorrido visual por nuestro vecindario galáctico. Nunca había visto un cielo tan estrellado. Podíamos distinguir varias constelaciones: el Cinturón de Orión, el triángulo de Taurus, la nebulosa de Orión… Las Pléyades parpadeaban desde una región especialmente brillante, y también Marte, con su distinguido tono rojizo. Incluso alguno de los satélites espaciales que orbitan la Tierra.
Hasta la próxima
Unas galletitas que nos ofrecieron dieron lugar a una despedida más dulce. Antes de subir al coche para volver, eché una última mirada al cielo. Ya es invierno, pensé, mientras que los dos gigantes se despedían también y continuaban su camino por separado.
El 21 de diciembre, Júpiter y Saturno se acercaron tanto que parecieron fundirse en un mismo astro. La última vez que esto ocurrió, las mujeres vestían con corpiño y los hombres se acicalaban con pelucas blancas. La próxima ocasión será el 15 de marzo de 2080. Todavía no sabemos cómo vestirán entonces las mujeres ni cómo se acicalarán los hombres. Ni, en general, cómo será la vida en la Tierra.
Lo que sabemos es que el calendario astronómico avanza impasible, independiente del barullo de la humanidad en el planeta Tierra: las modas, las costumbres, las civilizaciones... Y que, probablemente, algunos afortunados disfrutarán del evento dentro de 60 años con la misma emoción que se respiraba el pasado lunes 21 de diciembre. Algunos, quizá, con telescopios y desde lugares privilegiados. Algunos, quizá, desde el Observatorio del Teide.
Vistas del anochecer desde el Observatorio del Teide, el 21 de diciembre de 2020. Crédito: Irene Mollá (IAC).