El lenguaje, el primer instrumento de la razón del hombre, refleja más su tendencia a crear mitos que a racionalizar. A través de él se simboliza el pensamiento, se expresa la mente, que adopta dos formas completamente distintas: la lógica discursiva, por un lado, y la imaginación creativa, por otro. En este contexto, la metáfora es el enlace intelectual entre lenguaje y mito. De ahí que la metáfora no sea un recurso exclusivo de la literatura. Se utiliza eficazmente tanto en la divulgación de ideas y conceptos de la ciencia, en el periodismo científico y en la enseñanza, como en el propio proceso de razonamiento científico para la elaboración de modelos teóricos. No hay nada como una ilustración simple para explicar con claridad una idea compleja.
El pensamiento científico no se puede desligar del lenguaje, que va más allá del sistema de signos perfectamente estructurados que postulara Ferdinand de Saussure en 1916. Algunos de los problemas conceptuales de la ciencia podrían estar relacionados con su terminología, como sugiere la siguiente hipótesis: en la oscuridad del lenguaje que los científicos usan indiscriminadamente se esconde, en parte, la causa del “miedo” o “rechazo” que mucha gente siente por la ciencia y la tecnología. En su libro De la información al saber, la escritora y doctora en Ciencias de la Información Nuria Amat dice incluso que la ciencia, para proteger su legitimidad, “impone sus modelos, su jerga particular, un lenguaje propio, ininteligible para el no experto, que además de protegerla la separa cada vez más de otras disciplinas”. Si bien esta crítica no carece de cierto fundamento, gracias a las metáforas con que a veces se expresa la ciencia y a la pericia de un buen divulgador es posible, sin embargo, que los no expertos lleguen a entender complejos pero fascinantes conceptos científico-técnicos.
La metaforización en la terminología científica es un proceso especialmente arraigado en astronomía, donde se necesitan recursos literarios para la simulación dada la dificultad de comprobar en un laboratorio los fenómenos que describen el Universo. Según la profesora de Lengua de la UNED Pilar de Vega, conocedora de los lenguajes sectoriales o especiales como el de la astronomía o la astrofísica, existe una estrecha relación entre el léxico astronómico y la metáfora, principal rasgo distintivo con respecto de otros lenguajes: “Si el lenguaje científico en general es extraordinariamente proclive a la metaforización desde su origen, el léxico de la astrofísica es el que más estrechamente funde sus raíces con la comparación tácita. Pero no sólo adopta la metáfora útil del lenguaje cotidiano, como hacen las otras ciencias, sino que tradicionalmente ha acudido -y sigue haciéndolo- a las fuentes de la mitología occidental para acuñar su propia terminología”.
La terminología astronómica está constituida por un auténtico muestrario etimológico que se extiende desde el antropónimo (universo de Lemaître, cometa Halley) y la mitología greco-latina (constelaciones, planetas, satélites), hasta multitud de términos metafóricos tomados del lenguaje común (agujero negro), antiguas metáforas irreconocibles hoy, como planeta (“errante”), satélite (“sirviente, guarda de corps”), cometa (“cabellera”), eclipse (“desaparición”), protón (“el primero”), electrón (“ámbar”) y muchas otras. Pero, además, el léxico de la astrofísica también personaliza a sus objetos y ejerce la prosopopeya especialmente con las estrellas, a las que se atribuye una edad madura y una tercera edad, e incluso se habla de estrella moribunda o cadáver de estrella para referirse a una enana blanca.
“Y no es de extrañar –añade Pilar de Vega- que ese mismo léxico que tan poéticamente metaforizado ha tomado la astronomía del lenguaje común, vuelva a él, por segunda vez sometido a la metáfora”. Así ocurre, por ejemplo, con astroso (“con mala estrella, desgraciado”), desastre y desastrado (“sin estrella”), astronómico (“enorme”),...
Quizá una de las metáforas más conocidas en el campo de la astrofísica es la que pretende ilustrar la expansión del Universo, por la cual todas las galaxias se alejan entre sí unas de otras a una velocidad proporcional a la distancia entre ellas. El símil más gráfico es el del globo con cierto número de puntos dibujados en él que se va hinchando uniformemente. “Conforme el globo se hincha, la distancia entre cada dos puntos aumenta, a pesar de lo cual no se puede decir que exista un punto que sea el centro de la expansión. Además, cuanto más lejos estén los puntos, se separarán con mayor velocidad”, explica Stephen Hawking en su Historia del Tiempo (aunque el símil ya había sido utilizado con anterioridad por muchos otros autores). “El único inconveniente de esta analogía –comenta el astrónomo Mario Mateo, de la Universidad de Michigan- es que el Big Bang se produce al final ¡y no al principio!”.
Una variante de esta analogía convierte los puntos en hormigas, mientras que el divulgador científico Eric Chaisson, en su libro Relatividad, agujeros negros y el destino del Universo, recurre a “un frasco lleno de luciérnagas que se hubiera vertido en el espacio; las luciérnagas dentro del conjunto tendrían movimientos aleatorios a causa de sus caprichos particulares, pero el conjunto, como un cúmulo de galaxias, se movería en una determinada dirección”.
Otra analogía popular para el mismo fenómeno es la del pastel de pasas que se cuece al horno. “Einstein -recoge Dennis Overbye en su Corazones solitarios en el Cosmos- había predicho ya que las galaxias eran como pasas en un pastel que se hincha, empujadas hacia fuera por la misteriosa explosión del espacio y el tiempo mismos”. Sin embargo, el astrónomo Barry Madore, de la NASA/CALTECH, insiste en “no confundir la física del pan con la física del Universo”.
La historia de la ciencia, y de la astronomía en particular, tiene como vemos muchos y buenos ejemplos de analogías y paralelismos establecidos con el fin de hacer más fácilmente comprensibles ideas, teorías o fenómenos con frecuencia áridos. Sin embargo, a veces, las comparaciones también pueden llegar a ser un arma de doble filo, existiendo el riesgo de simplificar en exceso y de que el público acabe haciéndose una idea errónea de la realidad. Éste es el temor de algunos científicos. “Las analogías –advierte Barry Madore- son útiles y peligrosas a la vez. Si se utilizan como desencadenantes del proceso de reflexión son tremendamente útiles, pero deben considerarse siempre incompletas en su diseño y no necesariamente como una representación completa del fenómeno, más complejo, que tratan de describir... yo temo un poco el uso de las analogías simples como herramienta didáctica”.
Aun así, el globo con hormigas o el bizcocho con pasas han contribuido sin duda a entender una idea científica compleja. Y algunas metáforas o analogías han surgido ante el problema de entender lo que es contrario al sentido común o a nuestra experiencia cotidiana, como sucede con la teoría de la relatividad, en la que el tiempo se dilata, o con la mecánica cuántica, donde un átomo puede existir simultáneamente en dos sitios a la vez. Por consiguiente, si la analogía es necesaria, ¡defendamos la metáfora!
Artículo publicado en 2005 en la revista digital caosyciencia.com