A lo largo de muchos siglos, la comunicación de la ciencia se limitó casi exclusivamente al intercambio dentro de las propias disciplinas, es decir, permanecía dentro de los límites de la ciencia considerada profesional. La relación del público con las ciencias era puramente práctica, motivo que sin embargo favorecía el conocimiento relativamente profundo por parte del vulgo de algunos aspectos del conocimiento y desarrollo científico.
Con la llegada de la ciencia experimental en los siglos XVII y XVIII, los científicos se vieron en cierto modo obligados a implicar a la sociedad, al menos como testigo y legitimación de sus experimentos. Esta necesidad, con los matices relativos al tipo de sociedad en que vivimos actualmente, sigue siendo hoy en día uno de los principales motivos para conseguir que el estado del desarrollo científico llegue a la mayor cantidad de gente posible.
El primero en publicar obras que demostraban que es posible ser científico sin dejar de ser interesante e inteligible para el lector fue Bernard le Bouyer de Fontenelle en 1686. En el prefacio de su obra, Entretiens sur la pluralité des mondes, mencionaba: “Me encuentro aproximadamente en la misma situación en que se halló Cicerón cuando emprendió la tarea de poner en su lengua los temas de filosofía que hasta entonces no habían sido tratados más que en griego [...] se decía que sus obras serían del todo inútiles, porque aquellos que amaban la filosofía, habiéndose tomado el trabajo de buscarla en los libros griegos, se desinteresarían, tras éste, de hacerlo en los libros en latín [...] mientras que los que no la aprecian no se preocuparían de verla ni en latín ni en griego [...] él responde que sucedería todo lo contrario. Que los que no eran filósofos se verían tentados de llegar a serlo por la facilidad de leer los libros latinos; y que los que ya lo eran por la lectura de los libros griegos verían gustosamente cómo tales cosas habían sido tratadas en latín…”1
Partiendo de este símil, Fontenelle expresaba su intención de conseguir llevar el tratamiento de la ciencia a un punto intermedio que agradara tanto a científicos como al vulgo, aunque era consciente de la dificultad de la empresa. Sus explicaciones acerca del heliocentrismo de Copérnico, la visión cartesiana del Universo y sus reflexiones sobre posibles habitantes de otros planetas del Sistema Solar tuvieron éxito durante todo el siglo XVIII2.
Camille Flammarion (1842-1925) y José Comas Solá (1868-1937), astrónomos contemporáneos, también coincidieron en anhelo divulgador. Los números de estos dos científicos demuestran que tuvieron una gran influencia en la sociedad de la época: el primero vendió 100.000 ejemplares de su obra Popular Astronomy, prácticamente un récord del momento, mientras que el español Solá se convirtió en un autor prolífico en dos periódicos catalanes, La Veu de Catalunya y La Vanguardia. En este último escribió más de 1.500 artículos desde 1893 hasta su muerte en 1935, siendo la tirada del periódico de 18.000 ejemplares en 1905, 58.000 en 1913 y 100.000 en 1920.
En el año de la muerte de Flammarion, A. F. Miller escribía en un artículo publicado en la revista de la Royal Astronomical Society de Canadá: “…la más importante de todas sus obras [...] me refiero a Popular Astronomy, una exposición científica perfectamente precisa de todos los aspectos de la ciencia, y sin embargo escrita con tal claridad y perfección de estilo que el lector vence las dificultades de la materia casi sin percibir su existencia.”3 Esta calificación de la obra encierra la esencia de la divulgación científica, el fin último que debe pretender.
1. Fontenelle, B.: “Entretiens sur la pluralité des mondes”. 1686
2. Malet, A.: “Divulgación y popularización científica en el siglo XVIII: entre la apología cristiana y la propaganda ilustrada”. Ed. Camí, J., Publ. Quark, n. 26, Barcelona, 2002.
3. Miller, A.F.: “Camille Flammarion: his Life and his Work”. Journal of the Royal Astronomical Society of Canada, Vol. 19, p.265, 1925.