Inmediatamente después del anuncio en Florencia, en octubre de 1995, del descubrimiento del primer planeta extrasolar -51 Peg b-, uno de sus descubridores, el astrónomo suizo Michel Mayor, se tropezó con la cuestión de qué nombre iba a ponerle a este objeto. Casi 20 años después y más de un millar de planetas descubiertos fuera del Sistema Solar, la Unión Astronómica Internacional (IAU) ha organizado un concurso mundial para asignar nombres a exoplanetas y a sus estrellas asociadas. Esta iniciativa obedece –explican sus organizadores- al creciente interés del público en participar en los descubrimientos astronómicos. (Más información en: http://nameexoworlds.org/).
La historia de la nomenclatura astronómica, desde la antigüedad hasta nuestros días, es un proceso que incluye tanto la mitología grecolatina como el exotismo de los Mares del Sur. Leyendas y metáforas que han acompañado el devenir astronómico hasta que la complejidad y la amplitud alcanzadas en el conocimiento del Universo han obligado a establecer unas normativas estándar para la designación de cuerpos u objetos astronómicos, basándose más en sus coordenadas matemáticas que en la riqueza semántica de las palabras.
En pro de un justificado pragmatismo, apoyado en el carácter internacional de la ciencia, ya no es fácil encontrar en la nomenclatura astronómica el poder de ensoñación y la capacidad sugeridora que caracterizó a los nombres de las más antiguas constelaciones. Sin embargo, junto a designaciones prosaicas y frente al imperio funcional de los números y de las letras, persisten términos alegóricos, a la vez que siguen creándose otros, quizá para evitar que la astronomía pierda romanticismo.
Hoy por hoy, todos los nombres celestes deben ser aprobados oficialmente por la IAU. La misión de esta entidad es promover y salvaguardar la ciencia de la astronomía en todos sus aspectos mediante la cooperación internacional y una de sus comisiones (La Comisión 5, de Documentación y Datos Astronómicos) es la responsable de hacer recomendaciones en la elección de las designaciones de los nuevos objetos celestes descubiertos al objeto de minimizar los problemas de confusión o solapamiento de designaciones en la literatura astronómica.
La IAU, por tanto, “no es sólo una organización astronómica sino también astronímica –subrayaba el experto en toponimia y onomástica británico Adrian Room-, y su autoridad en el ámbito de los nombres celestes es absoluta. (Es perfectamente capaz de rechazar nombres, además de aceptarlos)”*. No existe ningún otro organismo o institución que revalide internacionalmente la nomenclatura astronómica, aunque la NASA ha ejercido una gran influencia en la revisión de la nomenclatura de los accidentes de la superficie de los cuerpos planetarios. Room señalaba, además, que la mayoría de la gente no es consciente de esta importante función de la IAU. En cambio, puede que sí haya oído hablar de ciertas organizaciones que animan al público a “dar su nombre a una estrella”, previo pago de una determinada cantidad, y que conceden al privilegiado artífice de tal nombre un certificado acreditativo. Pero de ello hablaremos en otra entrada de la “Vía Láctea, s/n”.
*ROOM, Adrian. Dictionary of astronomical names. Routledge. London, 1988. Págs. 26-27.