Aunque pueda restar romanticismo a la idea de observación del cielo, el progresivo aumento del conocimiento en Astronomía ha dependido de elementos adicionales al sentido de la vista, muchos fenómenos astronómicos no pueden ser percibidos por el ojo humano y algunos, incluso, no pueden ser observados en absoluto ni siquiera haciendo uso de los últimos avances o de las nuevas tecnologías.
La Astronomía, la Astrofísica y las Ciencias del Espacio nunca han dejado de estar de moda y de suscitar, de manera especial, el interés del gran público en los últimos cincuenta o sesenta años, desde el comienzo de la carrera espacial y el aumento en el esfuerzo por popularizar muchos de los descubrimientos más relevantes llevados a cabo. Son áreas del conocimiento que han llamado de manera especial la atención por las enormes implicaciones que tienen las respuestas a las preguntas que estas ciencias plantean, muchas veces solapándose con el ámbito teológico en el sentido de buscar el origen y destino del Universo y, por extensión, de la humanidad que en él habita. A pesar de que gran parte del avance alcanzado en estos periodos se ha debido a innovaciones basadas en el aumento del poder colector y de análisis de la luz que proviene del espacio en sus distintas formas, sigue estando muy arraigada la creencia de que el estudio de los astros requiere de forma especial de una buena agudeza visual y visión nocturna, que permitan a los astrónomos percibir con claridad el brillo de hasta los astros más débiles. Nada más lejos de la realidad.
Durante la historia, el desarrollo de la Astronomía basada en la percepción del cielo nocturno a simple vista ha arrojado siempre más cuestiones que respuestas y evidencias claras. Durante miles de años, el ser humano ha admirado tanto los objetos más brillantes como los más tenues sin saber realmente la naturaleza de los mismos o las leyes que gobiernan sus movimientos.
Los babilonios y los chinos de la antigüedad fueron los primeros que se dedicaron de manera sistemática a registrar los movimientos, tanto regulares (los ciclos diarios y anuales del Sol, los mensuales de la Luna o las trayectorias de los planetas) como los eventos inesperados (pasos de cometas, explosiones de supernovas o la caída de meteoritos). A pesar de que la persistente observación del cielo les llevó incluso a predecir eclipses, estos pueblos no llegaron a tener una preocupación sincera y una capacidad efectiva por conocer qué había realmente detrás de los vaivenes de los astros, ya que pensaban que ese armonioso baile era fruto de una esencia celestial suprema que tenía una influencia directa y un reflejo real en los acontecimientos producidos bajo la bóveda celeste.
Los antiguos griegos fueron los primeros que usaron el espíritu crítico para intentar comprender la causa primera de los hechos observados en la naturaleza e intentar ir más allá de lo que indicaban las apariencias. De este modo, se plantearon si la Tierra era realmente plana, si el Sol y todos los astros giraban alrededor de la Tierra o si todas las estrellas eran iguales y estaban a la misma distancia. Algunos de los pensadores griegos fueron capaces de dar con respuestas muy cercanas a lo que hoy conocemos, como Anaxágoras, quien afirmó que el Sol no era más que una roca ardiente en el cielo, o Aristarco, quien dijo que es la Tierra la que orbita alrededor del Sol y no al contrario, como aparenta ser y como de hecho se tuvo por certeza durante milenios. No obstante, estos pensadores no dieron el siguiente paso de dotar a sus elucubraciones de una justificación teórica o experimental, así que no pasaron en su época de ser considerados meros especuladores.
Así pues, el primer gran avance en la comprensión del Universo se produjo cuando, por un lado, se dejaron de usar como únicas herramientas la observación directa del cielo a simple vista y la explicación especulativa y, por otro, se añadió el siguiente paso del método científico, que se desarrolló a partir del siglo XVI de nuestra era. La justificación teórica del modelo heliocéntrico, aquél en que la Tierra y el resto de planetas orbitan alrededor del Sol a pesar de lo que indican las apariencias, fue desarrollada por Nicolás Copérnico usando como base observacional los mismos datos publicados por Claudio Ptolomeo más de un milenio antes. Copérnico no había observado el cielo, pero fue capaz de llegar a conclusiones correctas basándose en las matemáticas y la deducción lógica. Las aportaciones e interpretaciones teóricas a las observaciones son parte del proceso deductivo-inductivo propio del método científico y afecta a una disciplina tan eminentemente observacional como la Astronomía.
De esta manera, se da la circunstancia de que ha habido científicos muy ilustres por su aportación al conocimiento de los mecanismos que hacen funcionar el Universo que no sólo no han mirado el cielo para recopilar datos para sus investigaciones, sino que padecían alguna discapacidad visual parcial o completa que les hubiera impedido hacerlo de manera óptima. No se llega al extremo del que fuera director de la Biblioteca de Alejandría y astrónomo, Eratóstenes, descubridor de un método para medir el radio de la esfera terrestre y que, ya septuagenario, quedó ciego, así que decidió quitarse la vida ante la nada halagüeña perspectiva de no volver a ver las estrellas. Ejemplos de estos teóricos eminentes son Leonhard Euler, grandísimo matemático del siglo XVIII y el más prolífico escritor de artículos científicos de la historia. Euler realizó contribuciones fundamentales para la comprensión de la mecánica de los cuerpos celestes y la óptica, muchos de ellos una vez perdida de manera total su capacidad visual y sólo con la ayuda de su grandísima capacidad para razonar y recordar. También es relevante el caso de Nikolai Lobachevsky, que fue uno de los pioneros en el desarrollo de la geometría no euclidiana, aquélla en que las tres dimensiones del espacio no son perpendiculares entre sí. Esta nueva concepción del espacio fue posteriormente utilizada por Albert Einstein para desarrollar la teoría de la relatividad general, aquélla que define un espacio y un tiempo alterados y curvados por la presencia de cuerpos celestes de masa no nula. Por supuesto, Einstein fue otro de los muchos científicos teóricos que han aportado su genio matemático a una mayor y mejor comprensión del Universo sin haberse dedicado nunca a su observación directa.
No obstante, la recopilación de más y mejores datos sólo se produjo cuando dejó de utilizarse únicamente el ojo humano para extraer la información llevada por la luz a la Tierra. El uso del telescopio refractor por Galileo Galilei en 1609 abrió una nueva y grandiosa ventana a los seres humanos. El desarrollo de la Astronomía creció exponencialmente con el uso de nuevos y mayores telescopios basados en lentes y espejos. Además, el desarrollo de la Astrofísica, durante el siglo XIX, se produjo cuando, además de recoger la luz, se idearon métodos para descomponerla y analizarla.
El uso del espectrógrafo por Joseph von Fraunhofer desmintió la afirmación hecha por el filósofo positivista francés Auguste Comte de que el ser humano jamás podría saber a qué temperatura estaban las estrellas ni de qué estaban compuestas. El paso de la luz del Sol por un prisma y su posterior descomposición en colores ayudó a identificar bandas de absorción invisibles a simple vista y que, posteriormente, fueron identificadas como producidas por los elementos químicos presentes en nuestra estrella. Así, se descubrió un nuevo elemento químico llamado Helio y, además, se confirmó que las otras estrellas eran de la misma naturaleza que el Sol.
El análisis de otras frecuencias de la luz invisibles al ojo humano, observadas incluso desde fuera de la atmósfera terrestre, que filtra muchas de ellas, como el infrarrojo, el ultravioleta o los rayos X, ha ayudado durante gran parte del siglo XX a terminar de pergeñar la visión del Universo que tenemos hoy en día y que dista mucho de aquéllas que formaron en sus mentes los primeros observadores del cielo nocturno.
Un planeta Tierra, bello pero insignificante, que es uno de los planetas rocosos menores que orbitan alrededor de una pequeña estrella amarilla, que se encuentra girando junto con otras cien mil millones de estrellas en los arrabales de una galaxia de tamaño medio, una de las cien mil millones que se formaron como consecuencia del colapso de una nube de gas después de una Gran Explosión de un átomo primordial absurdamente minúsculo, hace ya 13.700 millones de años. Hay que subrayar la idea de que esta descripción es fruto de la observación de la luz, en su mayoría invisible al ojo humano a simple vista, y la aplicación del método científico en los últimos cinco siglos. También habría que subrayar que lo que falta por observar es mucho más de lo que ya conocemos, pues aún ignoramos cuestiones tan básicas como cuántas estrellas albergan planetas y cuántos de estos pueden albergar vida, cuál es la naturaleza de la mayoría de la materia que se encuentra en las galaxias, o cuál es la misteriosa fuente de energía que hace que el Universo no frene su expansión y se dirija a un destino en que todas las partículas y radiación que lo componen se alejen unas de otras hasta su desintegración definitiva. Algo que ningún ojo podrá contemplar jamás.
ENRIQUE PÉREZ MONTERO:
Científico titular del CSIC en el Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA), situado en Granada (España). Su trayectoria profesional está vinculada al grupo de investigación “Estallidos de formación estelar en galaxias”, en el que participan astrofísicos de distintos centros nacionales y extranjeros. Este grupo es puntero en el estudio de los procesos de formación estelar masiva en galaxias y el impacto que las estrellas masivas tienen en el medio circundante.
El trabajo del Dr. Pérez Montero, desde su doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid, se centra en la determinación de la abundancia de elementos químicos en las regiones de gas ionizado por estrellas masivas mediante técnicas de observación espectroscópica. Estas regiones son trazadores de la metalicidad en el Universo y permiten obtener información sobre su evolución desde su formación en la Gran Explosión, ya que la mayoría de los elementos químicos que se encuentran en el medio interestelar fueron producidos en los procesos de fusión nuclear que se dan en los interiores de sucesivas generaciones de estrellas.
Ha publicado más de 100 artículos en revistas científicas de prestigio en relación con este tema y sobre la caracterización de galaxias a partir de su contenido químico, por lo que es conocedor de las principales instalaciones de observación del Universo en suelo nacional y de los grandes observatorios internacionales.
Enrique Pérez-Montero es discapacitado visual y afiliado a la ONCE por una enfermedad degenerativa congénita de la retina y participa en diversos programas de difusión de la Astronomía para personas invidentes.