IVÁN JIMÉNEZ MONTALVO
Un utensilio insignificante, tres o cuatro centímetros de maderita, pero capaz de crear de la nada un paisaje, un rostro o una ecuación. El lápiz es el objeto que mejor resume la confluencia del arte y la ciencia; una mezcla de grafito y arcilla en cuyos trazos lo mismo anidan los bocetos de Leonardo como viven ocultos los números del Universo. En su pequeñez hay un gran aliado para el conocimiento humano, el privilegio de perfilar sobre papel la experiencia científica con la sensibilidad artística en un mismo garabato.
El olor del lápiz nos devuelve a la infancia. En la escuela nos obligan a escoger: somos de ciencias o somos de letras. Una vez hecha la elección, ambas líneas difícilmente vuelven a encontrarse. El lápiz, como cualquier objeto en una mano torpe, está condenado a desgastarse entre trazos vulgares. Ahora tan sólo se perfilan los contornos trémulos de la especialización creciente. El conocimiento se hace más complejo, ya no entre dos ámbitos, ciencias y humanidades, sino entre infinidad de culturas, lo que supone una seria dificultad de comunicación y comprensión del mundo.
Es el fastidio de estar entre dientes. Una línea fronteriza llena de mordiscos y quebraduras, señales de una epidemia de insustancialidad, consecuencia del fracaso de las humanidades y las atalayas científicas. Una enfermedad posmoderna que debemos erradicar a través de la educación y la divulgación. Recuperemos el Ideal y la Belleza. Es hora de reconectar los diversos ámbitos que forman la experiencia humana. La cultura humanística necesita de la ciencia parar entender el mundo, renovar lenguajes y temáticas. Y el saber científico precisa conciliarse con las artes para evitar la especialización obcecada. Ambos dibujan un nuevo océano de potencialidades, una solución para una nueva cultura.
Una historia de amor
Ciencia y arte son los dos grandes generadores de saber, los mayores transformadores de la sociedad y sus individuos. Mientras el arte intuye el desorden del mundo, la ciencia ordena y reordena. El amor entre ambas disciplinas ha existido hasta hace pocos siglos. Filósofos y pensadores griegos, creadores de nuestra civilización, se enriquecieron de este matrimonio. Y en el Renacimiento, la sentencia de Leonardo Da Vinci, “el arte es cosa mental”, deja de manifiesto el carácter intelectual de la actividad artística. Hasta el siglo XVII, los filósofos eran matemáticos y los pintores hacían ciencia. Los intelectuales pensaban, sin prejuicios.
Sin embargo, los problemas de relación comenzaron a surgir cuando la ciencia adquirió mayor autonomía y avanzó tan deprisa como para que el arte pudiera valerse de sus descubrimientos. Un cambio que vino acompañado de una revolución industrial fundadora de la sociedad capitalista, a la que mal que nos pese pertenecemos y hacemos crecer. La ciencia se hizo productiva. Fue el inicio de un periodo de especialización en el que se estipuló un dominio para las ciencias como forma de conocimiento racional, escindido de la subjetividad del arte, que tomó una determinación estética, el reconocimiento de que ciertas sensaciones no podían ser reducidas al formato del cálculo y la razón.
Desde entonces, el arte constituye una esfera propia, vinculada a la sensibilidad, la imaginación y la reflexión estética, y la ciencia permanece al ámbito de la objetividad y la racionalidad, un laboratorio frío, alejado de las emociones humanas. Un maniqueísmo que sintetizó la novelista Doris Lessing: “el fin último de las ciencias es la verdad; el fin último de las artes, en cambio, es el placer”. Pero no hay que confundir la razón con una oficina de correos, como tampoco cabe identificar lo pasional con bostezar con mucho empeño. Hay elementos gozosos en la ciencia como también hay elementos cognitivos en el arte. El científico goza del placer estético de un experimento bien diseñado y el artista sabe que la reflexión no está excluida del arte.
Sin embargo, ambos mundos han llegado a malinterpretarse y despreciarse mutuamente. Los científicos deniegan el arte como fuente de conocimiento y los artistas consideran a la ciencia impersonal e inadecuada. Para Martín López Corredoira, investigador del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), filósofo y poeta, estamos en un error: “Se echan de menos los intelectuales en sentido amplio; sobran conocimientos de cada área y falta un diálogo entre disciplinas, un esfuerzo que unifique las distintas manifestaciones culturales, las humanidades y las ciencias”.
No podemos seguirindiferentes, gordos y tranquilos como un gato doméstico. Los contenidos de la ciencia progresan, pero la sociedad es cada vez más ignorante. La dignidad del científico decae, convertido en un instrumento al servicio de una nueva teoría o experimento, y el arte se muere, deformado en un gigantesco negocio, desprovisto de gusto y sentido. “Habría que ir pensando en cambiar algo, dejar un poco de lado el desgastado método científico y cesar de degenerar el arte hasta lo absurdo”, explica López Corredoira. “Si la ciencia no nos ayuda a ser más sabios, a buscar un sentido global a la verdad ¿para qué la queremos?”, se pregunta.
Ciencia y arte juntos pueden proporcionarnos una imagen más plena del mundo que cada uno por su parte. No sólo son complementarios y utilizan las mismas facultades mentales de observación, razonamiento e imaginación para obtener resultados, sino que comparten el ansia de conocimiento que caracteriza a la aventura humana. Como el Avecrem, que es un concentrado de pollo, el conocimiento reclama que ambas disciplinas se espesen para dar buen sabor a la sopa y a nuestro futuro.
La estética de la ciencia
El concepto de belleza no es terreno exclusivo de las artes, sino que también es determinante en el proceso científico. La construcción de una teoría científica no está fijada solamente por datos experimentales y su interpretación, sino por la búsqueda de simetría, integridad, simplicidad y perfección; en otras palabras, por un afán de belleza. Una idea, para causar excitación en el mundo de la ciencia, además de cierta, debe ser también bella. Artistas y científicos utilizan el mismo tipo de vocabulario, y la misma forma de plantear los problemas.
Una prueba de criterio estético común al arte y a la ciencia es la economía de medios de expresión: la idea de capturar la esencia de las cosas con unos cuantos elementos. El proceso de simplificación del pintor Pablo Picasso es comparable con la síntesis que hizo el físico James Clerck Maxwell quien, con sólo cuatro ecuaciones, atrapó la esencia del electromagnetismo. Claro está, no han faltado teorías hermosas que resultaron falsas a la luz de los experimentos. Copérnico, aunque acabó con la teoría geocéntrica del Cosmos, no pudo desentenderse de la visión aristotélica sobre la belleza y perfección del círculo, y las órbitas planetarias siguieron compuestas de anillos perfectos, como dignos cuerpos celestiales.
En matemáticas, sobran ejemplos que describen la seducción de los números. Henri Poincaré llegó a considerar que la inteligencia y la sensibilidad formaban una unidad inseparable. Y para Bertrand Russell, los números poseían “no sólo verdad sino también belleza, una belleza fría y austera quizás parecida a la belleza de las esculturas de mármol”. De igual forma, el matemático Jacob Bernoulli, al estudiar la cicloide, considerada la ‘Elena de la geometría’, escribió: "esta curva maravillosa me satisface tanto por sus propiedades singulares y admirables que no me canso de contemplarla". Y otro matemático francés, Francois Le Lyonnays, creyó distinguir la belleza clásica y la belleza romántica de los hechos matemáticos como “la oposición entre voluntad de equilibrio y nostalgia del vértigo".
Pero si existe una ciencia que haya inspirado belleza, ésa es la astronomía. “Hay pocas cosas tan hermosas como la visión del cielo; la astronomía es una ciencia cuyo contenido es artísto”, explica Inés Rodríguez Hidalgo, investigadora del IAC y directora del Museo de la Ciencia y el Cosmos de La Laguna. “Conocer el funcionamiento del Cosmos te hace disfrutarlo más estéticamente; la ciencia tiene una belleza enorme”, añade. Idea que comparte con Enrique Joven, ingeniero del IAC, escritor y autor de documentales: “las imágenes del Universo podrían salir de la paleta de un artista”. Y confiesa que para muchos científicos “la idea estética del Universo sigue latente en la investigación”.
Todo parece indicar que ciencia y arte no se encuentran tan lejanos. El creador de una idea científica pone en ella tanto de su personalidad como cualquier artista en su obra. Algo que ya sabía Albert Einstein, quien consideraba la ciencia como “un juego libre de los conceptos”, una invención: “la imaginación es más importante que el conocimiento”, manifestó. También, WernerHeisenberg, el padre del principio de incertidumbre de la mecánica cuántica, dijo: “debemos transmitir la magia de la ciencia”. Sin duda, una visión que sólo puede venir de aquellos con una concepción estética del saber.
La ciencia en el arte
Son muchos los ejemplos de cómo los fenómenos científico-técnicos han influido en el arte en distintas épocas. Los descubrimientos en antropología, en matemáticas o la física cuántica, han tenido influencia en algunas corrientes de las artes plásticas. Desde la producción áurea hasta la geometría fractal, han servido como modelos para la evolución de las artes aplicadas. Así, en el Renacimiento, los ingenieros artistas, como Leonardo da Vinci o Leon Battista Alberti, usaban el sistema de perspectiva geométrica del espacio como método para sus creaciones artísticas. También el Islam, dada la prohibición de representar objetos vivos, hizo un excelente uso de las teselaciones o patrones repetitivos para cubrir superficies.
La revolución científica del siglo XX fue muy fértil para los artistas que incorporaron los fenómenos cuánticos y las relaciones de indeterminación, así como algunas revelaciones de la biología. La visión relativista del espacio-tiempo, que Albert Einstein manifestó no haber sabido representar, fue tratada por artistas coetáneos como Magritte, Duchamp, De Chirico, Picasso o Dalí. Y los fractales, descubiertos por Benoit Mandelbrot en 1975 al intentar describir matemáticamente las formas irregulares de la naturaleza, han sido motivo principal de muchas creaciones.
Ciencia y arte han continuado flirteando y en el último siglo han tenido lugar múltiples experiencias. En algunos casos, han entrado en los museos y exposiciones imágenes generadas por los propios dispositivos científicos. Y en otros, se han generado dinámicas de trabajo en las que los artistas se benefician de las posibilidades tecnológicas de la investigación científica, y los científicos aprenden una nueva manera de interpretar los procesos. “Cuando el objeto de interés escapa al ojo humano, suele ser útil la aportación de los artistas para ayudar a ilustrar los conceptos que no pueden ser observados”, explica el artista Jess Artem, del International Association of Astronomical Artists (IAAA).
Por ahora, el movimiento se ha producido principalmente desde las ciencias y la tecnología hacia el arte, sobre todo, por la eclosión de los ordenadores en el trabajo artístico. La capacidad de cálculo de la informática ha hecho posible estructuras antes imposibles de generar, por ejemplo, la compleja arquitectura de Santiago Calatrava. También, los avances en realidad virtual y la biotecnología están siendo fuente de inspiración para muchos creadores y obligan al arte a abrir nuevos debates éticos. Pero es difícil averiguar si las humanidades y las artes serán capaces de cambiar la orientación de la ciencia y tecnología del futuro. Lo seguro es que la intersección siempre será un terreno abonado a nuevas teorías científicas, desarrollos tecnológicos y creaciones artísticas.
La divulgación científica
La meta final de la ciencia no es la tecnología, sino el avance del conocimiento, un ingrediente básico para vivir mejor, para saber vivir. El conocimiento se generaliza con una buena información y para evaluarlo debemos considerar qué acceso tiene a la comunicación y cómo se expresa. La renovada complejidad de las disciplinas científicas, la insuficiente labor divulgativa y los medios de comunicación peor formados e informados, suponen una seria dificultad de comunicación y comprensión de la ciencia. Como explica Enrique Joven, “la ciencia cada vez está más especializada, es más difícil comunicarla y se aleja más de la sociedad”.
La divulgación científica es una labor de difusión del conocimiento. Según la escultora madrileña Blanca Muñoz, “la ciencia, como el arte, es una actividad social que implica no sólo la investigación individual, sino también la comunicación”. Por ello, la divulgación necesita de un ambiente apropiado, un entendimiento multidisciplinar que solamente la asociación entre arte y ciencia pueden generar. “Hay que mejorar la estrategia de comunicación del conocimiento científico aprovechando la probada capacidad de captación y acercamiento de las manifestaciones artísticas”, sugiere Inés Rodríguez Hidalgo. “Los museos son un claro ejemplo de simbiosis entre ciencia y arte”.
La buena divulgación dispone de más lazos con el arte que con la ciencia ya que cuenta con una mayor cantidad de recursos que facilitan su difusión. Una ciencia que enfatiza su relación con los asuntos humanos, que apuesta por mostrar los aspectos estéticos del mundo que analiza y que abre la posibilidad para la reflexión filosófica, ética o artística, hacen más fácil su aceptación entre el público. “El arte es un recurso de captación de la atención imprescindible. Es fundamental hacer uso de la estética para que la gente se aproxime a algo complejo y no inmediato de comprender”, explica Rodríguez Hidalgo. “La ciencia es magia sin truco”.
El artista tiene luz, sonido, color... Con ello, la divulgación se hace interesante, hermosa y enriquecedora, y tiene un papel principal en la renovación de nuestra forma de ver y vivir el mundo, complejo y cambiante. Una situación que todavía queda muy lejos. “El divulgador es un científico de segunda; la divulgación no está valorada en el currículo del investigador”, denuncia Rodríguez Hidalgo. Por su parte, Enrique Joven, lamenta el poco interés de los medios de comunicación: “en la televisión, las series de divulgación pasan sin pena ni gloria; el documental científico ha quedado relegado al documental de naturaleza”. Y, en cuanto a la necesidad de una formación amplia no-especializada, “lamentablemente, los planes educativos actuales caminan en la dirección contraria y no se ve el final del túnel”, afirma López Corredoira.
“Si perdemos el sentido del misterio, la vida no es más que una vela apagada”, decía Albert Einstein. La ciencia debe adoptar las capacidades de comunicación del arte para poder transmitir fragmentos, partes del conocimiento desconocidos o inaccesibles.Un físico como Jorge Wagensberg, director del área de ciencia de la Fundación La Caixa , no tiene reparos en reconocer que “existen sucesos del mundo ininteligibles, existe el misterio” y cree en el arte para tratar aquello de “una complejidad tan enorme que cualquier proyecto de representación científica es impensable”. Para Wagensberg está claro, “cuanto más cuidadosamente tratamos de distinguir el artista del científico, tanto más difícil se volverá nuestra tarea”.
Son necesarios puentes entre las diversas maneras de ver el mundo. Arte y ciencia son parte de la cultura, como cualquier producto de la actividad humana, y nacen de la misma manifestación instintiva de búsqueda de conocimiento. Cabe favorecer el razonamiento sumado a la intuición y las emociones. Sólo así borraremos los contornos de temor, rechazo o incomprensión. Ya se está produciendo mucho intercambio mutuo, pero no es sencillo llegar a algún puerto que no desmerezca el viaje. Es el momento de sacar punta a los lápices, esbozar una misma trama de claros y oscuros, encontrar la mezcla atinada de colores y dar vida al cuadro del conocimiento humano.