Un utensilio insignificante, tres o cuatro centímetros de maderita, pero capaz de crear de la nada un paisaje, un rostro o una ecuación. El lápiz es el objeto que mejor resume la confluencia del arte y la ciencia; una mezcla de grafito y arcilla en cuyos trazos lo mismo anidan los bocetos de Leonardo como viven ocultos los números del Universo. En su pequeñez hay un gran aliado para el conocimiento humano, el privilegio de perfilar sobre papel la experiencia científica con la sensibilidad artística en un mismo garabato.
El olor del lápiz nos devuelve a la infancia. En la escuela nos obligan a escoger: somos de ciencias o somos de letras. Una vez hecha la elección, ambas líneas difícilmente vuelven a encontrarse. El lápiz, como cualquier objeto en una mano torpe, está condenado a desgastarse entre trazos vulgares. Ahora tan sólo se perfilan los contornos de la especialización creciente. El conocimiento se hace más complejo, no sólo entre dos ámbitos, ciencias y humanidades, sino entre infinidad de culturas, lo que supone una seria dificultad de comunicación y comprensión del mundo. Es el fastidio de estar entre dientes. Una línea fronteriza llena de mordiscos y quebraduras.
Una historia de amor
Ciencia y arte son los dos grandes generadores de saber, los mayores transformadores de la sociedad y sus individuos. Mientras el arte intuye el desorden del mundo, la ciencia ordena y reordena. El amor entre ambas disciplinas ha existido hasta hace pocos siglos. Filósofos y pensadores griegos, creadores de nuestra civilización, se enriquecieron de este matrimonio. En el Renacimiento, la sentencia de Leonardo Da Vinci, “el arte es cosa mental”, deja de manifiesto el carácter intelectual de la actividad artística. Hasta el siglo XVII, los filósofos eran matemáticos y los pintores hacían ciencia. Los intelectuales pensaban, sin prejuicios.
Sin embargo, los problemas de relación comenzaron a surgir cuando la ciencia adquirió mayor autonomía y avanzó tan deprisa como para que el arte pudiera valerse de sus descubrimientos. Un cambio que vino acompañado de una revolución industrial fundadora de la sociedad capitalista, a la que mal que nos pese pertenecemos y hacemos crecer. La ciencia se hizo productiva. Fue el inicio de un periodo de especialización en el que se estipuló un dominio para las ciencias como forma de conocimiento racional, escindido de la subjetividad del arte, que tomó una determinación estética y el reconocimiento de que ciertas sensaciones no podían ser reducidas al cálculo y la razón.
Desde entonces, el arte constituye una esfera propia, vinculada a la sensibilidad, la imaginación y la reflexión estética, y la ciencia permanece al ámbito de la objetividad y la racionalidad, un laboratorio frío, alejado de las emociones humanas. Incluso ambos mundos han llegado a malinterpretarse y despreciarse mutuamente. Los científicos deniegan el arte como fuente de conocimiento y los artistas consideran a la ciencia impersonal e inadecuada. Mientras, los contenidos de la ciencia progresan sin moralidad, el arte se deforma en absurdo y negocio, y la sociedad se hace cada vez más ignorante.
La estética de la ciencia
Sin embargo, ciencia y arte no se encuentran tan lejanos. No sólo son complementarios y utilizan las mismas facultades mentales de observación, razonamiento e imaginación, sino que comparten el ansia de conocimiento que caracteriza a la aventura humana. El creador de una idea científica pone en ella tanto de su personalidad como cualquier artista en su obra. Algo que ya sabía Albert Einstein, quien consideraba la ciencia como “un juego libre de los conceptos”, una invención: “la imaginación es más importante que el conocimiento”, manifestó.
El concepto de belleza no es terreno exclusivo de las artes, sino que también es determinante en el proceso científico. Una idea, para causar excitación en el mundo de la ciencia, además de cierta, debe ser también bella. La construcción de una teoría científica no está fijada solamente por datos experimentales y su interpretación, sino por la búsqueda de simetría, integridad, simplicidad y perfección; en otras palabras, por un afán de belleza.
Y hay pocas ciencias que haya inspirado tanta belleza como la astronomía o las matemáticas. Para Bertrand Russell, los números poseían “no sólo verdad sino también belleza, una belleza fría y austera quizás parecida a la belleza de las esculturas de mármol”. Claro está, no han faltado teorías hermosas que resultaron falsas a la luz de los experimentos. Copérnico, aunque acabó con la teoría geocéntrica del Cosmos, no pudo desentenderse de la visión aristotélica sobre la belleza y perfección del círculo, y las órbitas planetarias siguieron compuestas de anillos perfectos.
Son muchos los ejemplos de cómo los fenómenos científico-técnicos han influido en el arte en distintas épocas. Los descubrimientos en antropología, en matemáticas o la física cuántica, han tenido influencia en algunas corrientes de las artes plásticas. Desde el sistema de perspectiva geométrica utilizado por los artistas renacentistas, hasta la revolución científica de principios del siglo XX que inspiró a las vanguardias artísticas, pasando por las teselaciones del arte islámico, la proporción áurea o la geometría fractal, la evolución de las artes aplicadas no ha sido ajena al conocimiento científico.
La nueva cultura
Es difícil averiguar si las humanidades y las artes serán capaces de cambiar la orientación de la ciencia y tecnología del futuro. Lo seguro es que la intersección siempre será un terreno abonado a nuevas teorías científicas, desarrollos tecnológicos y creaciones artísticas. La cultura humanística necesita de la ciencia parar entender el mundo, renovar lenguajes y temáticas. Y el saber científico precisa conciliarse con las artes para evitar la especialización obcecada.
Actualmente, el mejor puente entre las dos culturas es la divulgación. La renovada complejidad de las disciplinas científicas, la insuficiente labor divulgativa y los medios de comunicación peor formados e informados, suponen una seria dificultad de comunicación y percepción de la ciencia. La meta final de la ciencia no es la tecnología, sino el avance del conocimiento, un ingrediente básico para vivir mejor, para saber vivir. Y para generalizar el conocimiento y poder transmitir fragmentos, partes del saber desconocidos o inaccesibles, la ciencia debe aprovechar la probada capacidad de captación y acercamiento de las manifestaciones artísticas.
Una ciencia que enfatiza su relación con los asuntos humanos, que apuesta por mostrar los aspectos estéticos del mundo, que analiza y que abre la posibilidad para la reflexión filosófica, ética o artística, hacen más fácil su aceptación entre el público. El artista tiene luz, sonido, color… Con ello, la divulgación se hace interesante, hermosa y enriquecedora, y tiene un papel principal en la renovación de nuestra forma de ver y vivir el mundo, complejo y cambiante.
Arte y ciencia son parte de la misma cultura. Cabe favorecer el razonamiento sumado a la intuición y las emociones. Sólo así borraremos los contornos de temor, rechazo o incomprensión. Ya se está produciendo mucho intercambio mutuo, pero no es sencillo llegar a algún puerto que no desmerezca el viaje. Es el momento de sacar punta a los lápices, esbozar una misma trama de claros y oscuros, encontrar la mezcla atinada de colores y dar vida al cuadro del conocimiento humano.